Se suele decir que para las ventas se necesita un talento innato. También se suele decir que las personas no pueden cambiar. Lo cierto es que creo que rompí ambos clichés hace ya muchos años. Si hubo una persona con poco talento para las ventas, ese era yo. O eso, o es que bajo los kilos de carbón se escondía un diamante en bruto.
«No os preocupéis. No todos los días se vende. Ya veréis como mañana lo conseguís»
«Me recuerdas a «fulanito», uno de los mejores vendedores que tenemos y que fue el que más tardó en cerrar una venta»
No creo que fuera cierto, pero se agradecía.
Entonces llegaron los refuerzos.
Tras acabar el primer mes sin vender nada, se agradeció mi persistencia, y fue cuando me pusieron acompañado de uno de los mejores vendedores de la empresa para que éste observara en qué estaba fallando.
Apuntaba todo lo que me decía, e incluso tomaba notas sobre muchas técnicas que él empleaba y que me parecían sorprendentes. Claro que por algún motivo, cuando yo las usaba, no me daban el mismo resultado que a esta persona.
La desesperación se comenzó a apoderar de mí, pues no me podía permitir otro segundo mes sin cobrar, al tener que pagar el alquiler.
El Gerente, el cual se convertiría más adelante en un excelente mentor para mí, pensaba que mis técnicas eran buenas, pero que probablemente no vendía porque no terminaba de creer en el producto que vendía. Tuvo la idea de llevarme a la central para que viese en vivo y en directo que nuestra empresa ayudaba a las personas.
Allí pude ver cómo realmente hacíamos algo bueno para la gente. La confianza que aquel gerente tenía en mí, también me hizo motivarme. Tras aquel día y una gran charla de motivación por parte de esta persona, me levanté dispuesto a comerme el mundo. Motivado como nunca. Una motivación que fue desapareciendo conforme iban pasando las horas y los días y seguía sin vender.
(Leer: 6 mitos de los grandes vendedores)
Más refuerzos.
Me ofrecieron irme una semana a otra provincia para trabajar junto a los mejores vendedores a nivel nacional. Eran apasionados y desde luego excelentes profesionales que cada mes se embolsaban entre 3.000 y 4.000 euros (en aquellos tiempos eran 500.000 y 600.000 pesetas. Toda una fortuna). Eran jóvenes, seguros de sí mismos y llevaban una vida prácticamente de ricos.
Cada día me preguntaba por qué yo no podía hacer lo que ellos hacían.
Para que os hagáis una idea del tipo de seguridad que tenían en sí mismos, varios de ellos me dijeron:
«Hoy voy a sacarme dos contratos para mí y vamos a sacar un tercero para ti»
Dicho y hecho. A lo largo de aquella semana, me traje 4 contratos firmados, los cuales me ayudaron al menos a pagarme el alquiler y tener algo de combustible económico. ¿Habéis tenido alguna vez compañeros de trabajo que literalmente te hayan ayudado a ganarte (regalarte) 600€?.
Era consciente de que aquellas ventas no las había realizado yo, pues el 90% de la visita comercial lo habían hecho ellos.
Al volver a mi delegación, todo seguía igual. No era capaz de vender por mí mismo a pesar de que todos coincidían que dominaba perfectamente todas las argumentaciones y técnicas de ventas.
Llegaron los problemas.
Comencé a contagiar a mi grupo, pues el hecho de que mis compañeros no tuvieran personas a las que admirar, hacía que los mejores vendedores se consideraran buenos haciendo únicamente 6 contratos al mes.
Fue entonces cuando el trabajo de mi jefe de grupo comenzó a peligrar al no alcanzar objetivos. De hecho, le dieron un «ultimatum» de 30 días. Si no cumplía objetivos aquel mes, le despedirían.
Mi jefe hizo una reunión para pedirnos por favor que nos pusiéramos las pilas. Era una gran persona, y juro por Dios que salí a la calle dispuesto a vender, y ya no por mí, sino para evitar que le despidieran. Pero no pudimos evitarlo.
Hubo un cambio en la dirección en aquella delegación, donde se formaron distintos grupos: en un grupo los buenos vendedores y en otro los malos, únicamente para evitar el contagio.
Los malos vendedores cogimos la costumbre de salir acompañados, y curiosamente, cuando salíamos acompañados sí que cerrábamos contratos prácticamente a diario. De hecho, llegamos a un acuerdo donde repartiríamos un contrato para uno y otro para otro, independientemente de quién realizara la venta. Así al menos, seguíamos siendo malos, pero ya ganábamos algo de dinero.
Aquella primera reunión nacional de entrega de premios.
Recuerdo aquel viernes de diciembre donde los más de 400 vendedores de la delegación Sur de España se reunían para recibir los premios a los mejores vendedores.
No se me olvidará que mientras veía cómo algunos recogían cheques de hasta 1 millón de las antiguas pesetas (6.000€) yo estaba preocupado porque no sabía cómo iba a pagar todo lo que tenía que pagar con únicamente 60.000 pesetas que había cobrado. Y ya era el 5º mes de trabajo en la empresa.
Ni siquiera me motivó aquella gran celebración donde se pretendía demostrar que «si ellos pueden hacerlo, tú puedes hacerlo». Asumí que nunca sería uno de ellos. No tenía ese talento.
Pasó algo muy curioso.
A los 6 meses, y siendo un pésimo vendedor, comenzó la contratación masiva de vendedores, donde todos los antiguos, incluidos los malos vendedores como yo, tendríamos la oportunidad de enseñar técnicas de ventas a los nuevos que entraban.
Curiosamente, a los nuevos que les enseñaba técnicas de ventas solían ser muy buenos vendedores. Irónicamente, salían a la calle y eran capaces de vender más que yo mismo, que a fin de cuentas era quien les estaba enseñando.
En solo 2 meses, muchos de los nuevos vendedores que habíamos preparado ya nos estaban superando en ventas. Aquello era desmotivador.
Al cabo del tiempo, me enteré de que había habido reuniones entre directivos de aquella empresa para evitar que gente como yo siguiera trabajando allí, pues ni producíamos ni éramos buen ejemplo para el resto, pero mi gerente dio la cara por mí, diciendo que que esta persistencia que estaba teniendo debía estallar por algún sitio.
Y entonces ocurrió.
Como éramos la lacra de la empresa, nos enviaron una semana a una zona donde no habían tenido narices de sacar ni un solo contrato los mejores vendedores de la empresa. Nuestra empresa tenía mala reputación allí, y además, era una zona extremadamente quemada.
Como éramos los más malos y no querían que quemásemos zonas buenas, nos enviaron allí, en lo que yo creo que fue una estrategia para aburrirnos y hacernos agonizar.
Tras un primer día de perros que confirmaba que aquella zona era tan mala como decían, el segundo día me planteé dejar aquel trabajo. Incluso decidí no trabajar aquel día y meterme en una cafetería de aquella zona para pasar el tiempo. Estaba completamente agotado y quemado.
Un cliente que había en aquella cafetería, comenzó a hablar conmigo. Lo típico: «de dónde eres, a qué te dedicas, etc…». Tras una conversación de unos 20 minutos, el hombre me dijo que a lo mejor su mujer estaba interesada en aquello que yo vendía. Me dijo que lo acompañara.
Le expuse a su mujer lo que vendía, y la mujer dijo que era perfecto. Contrato firmado. Mientras estaba firmando aquel contrato, vino la hermana, la cual preguntó: «¿qué es eso?». Una vez se lo expliqué, tras ver que su hermana había comprado, me dijo que ella también quería. Segundo contrato firmado.
Creedme. Yo estaba como en una nube. Y por si fuera poco, me dijeron que visitara a una vecina suya que probablemente necesitara lo que yo vendía. Efectivamente. Tercer contrato. Y en aquella misma zona, acabé firmando un cuarto y un quinto contrato.
Todos pensaban que estaba bromeando cuando les dije que había hecho 5 contratos en un sólo día. Al día siguiente volvimos todos a aquella zona para pedir referencias sobre potenciales clientes. Fuimos repartiendo los contratos que íbamos sacando. No había necesidad de motivar ni de rebatir a los clientes. Nos esperaban con los brazos abiertos y ya sabían cuál era el producto y el precio.
Una zona en la que nadie había conseguido absolutamente nada, al final de la semana conseguimos como grupo de 4 personas más de 50 contratos, lo cual era era un récord histórico en la empresa. A final de mes batimos cualquier estimación de ventas. Por primera vez iba a ver un cheque superior a los 3.000€. Todos los miembros del equipo lo íbamos a ver.
Aquellas ventas nos sirvieron para ser aquel mes el mejor grupo de ventas de toda la zona sur.
Fue un golpe de suerte, pero…
A raíz de aquello saqué varios de los principios fundamentales de la venta, que uniéndolos con todas las técnicas de ventas que ya sabía, me convertirían a partir de aquel día, sencillamente en imparable.
Fui jefe de grupo de aquel mal equipo de vendedores, y acabamos aquel año siendo el mejor equipo de ventas de la zona sur. Al año siguiente conseguimos ser los mejores a nivel nacional, tanto como vendedores individuales como equipo en conjunto. Hicimos lo que ni yo mismo creía posible hacer. Es más, ni llegué a imaginarme la hipotética situación de alcanzar esa meta.
La venta es una conversación.
Este punto se me quedó muy claro. Era capaz de ganar cualquier debate, de rebatir cualquier excusa e incluso en ganar al cliente, independientemente de su nivel cultural. Pero era un vendedor. Y eso no gusta.
Por tanto, a partir de aquel día comprendí que la venta es únicamente una conversación entre dos personas, donde en algún momento una de ellas pregunta cuánto cuesta eso que abastecería esa necesidad.
La venta es un proceso natural, y no un conjunto de técnicas programadas para cada situación, aunque cuando eres capaz de unir todas las piezas, en todo momento dominas la situación y el cliente es llevado inconscientemente donde tú quieres llevarlo.
La confianza es clave. Comencé a estudiar la psicología humana, donde una persona puede llegar a comprar «mierda» si su vecino influyente la ha comprado antes. Entendí aquello de que un cliente no es una persona racional.
(Leer: 15 hábitos de los vendedores de éxito)
Sobre todo aprendí que los clichés sobre los vendedores no hay que tomarlos al pie de la letra. Supuestamente yo tenía las actitudes que son requeridas para ser un buen vendedor. Era una persona extrovertida capaz de hacer dudar a un sacerdote sobre la existencia de Dios. Me mostraba al cliente como una persona muy inteligente que tenía todas las respuestas. Él se sentía tan inferior que tenía miedo de que lo estuviera engañando.
Y ahí es donde con el tiempo descubrí que estaba fallando. Era 100% técnica y 0% corazón y empatía. A pesar de que no vendía, era un excelente vendedor capaz de enseñar a cualquier persona las técnicas de ventas necesarias para vender. Pero cuando se trata de dinero, la gente busca otras señales en una persona.
Les gustan las personas que las escuchan, las personas que son capaces de identificarse con ellas, y desde luego les gustan las personas humildes y no soberbias, las personas auténticas.
Hasta que no dejé de ver la venta como un trabajo de aplicación de técnicas y comencé a divertirme y disfrutar de/con las personas a las que vendía, no llegué a ser realmente un vendedor.
Pero lo más importante que aprendí a nivel de empresa fue sobre la importancia de la calidad humana en una organización. El compañerismo que vi en aquella empresa jamás lo he encontrado en ninguna empresa.
Si una persona de nuestra empresa tenía un problema, todos nos volcábamos en la solución de ese problema. Nunca vi envidias entre compañeros, sino admiración. Si a uno de nosotros nos ascendían, todos se alegraban, y desde luego todos y cada uno de la empresa podía ascender. Para ello únicamente debía demostrar su trabajo y ser el mejor. No había trampa ni cartón. Los resultados hablaban por sí solos. Y esa práctica, por desgracia tampoco la he visto en la mayoría de empresas.